William Shakespeare

En torno a 1860, al tiempo que culminaba su obra Los miserables, Victor Hugo escribió desde el destierro: "Shakespeare no tiene el monumento que Inglaterra le debe". A esas alturas del siglo XIX, la obra del que hoy es considerado el autor dramático más grande de todos los tiempos era ignorada por la mayoría y despreciada por los exquisitos. Las palabras del patriarca francés cayeron como una maza sobre las conciencias patrióticas inglesas; decenas de monumentos a Shakespeare fueron erigidos inmediatamente.
En la actualidad, el volumen de sus obras completas es tan indispensable como la Biblia en los hogares anglosajones; HamletOtelo o Macbeth se han convertido en símbolos y su autor es un clásico sobre el que corren ríos de tinta. A pesar de ello, William Shakespeare sigue siendo, como hombre, una incógnita.


Grandes lagunas, un ramillete de relatos apócrifos y algunos datos dispersos conforman su biografía. Ni siquiera se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento. Esto daría pie en el siglo pasado a una extraña labor de aparente erudición, protagonizada por los "antiestratfordianos", tendente a difundir la maligna sospecha de que las obras de Shakespeare no habían sido escritas por el personaje histórico del mismo nombre, sino por otros a los que sirvió de pantalla. Francis Bacon, Edward de Vere, Walter Raleigh, la reina Isabel I e incluso la misma esposa del bardo, Anne Hathaway, fueron los candidatos propuestos por los especuladores estudiosos a ese ficticio Shakespeare. Según otra teoría, su amigo el dramaturgo Christopher Marlowe habría sido el verdadero autor: no habría muerto a los veintinueve años, en una pelea de taberna como se creía, sino que logró huir al extranjero y desde allí enviaba sus escritos a Shakespeare.
Ciertos aficionados a la criptografía creyeron encontrar, en sus obras, claves que revelaban el nombre de los verdaderos autores. En consonancia con las carátulas teatrales, Shakespeare fue dividido en el Seudo-Shakespeare y en Shakespeare el Bribón. Bajo esta labor de mero entretenimiento alentaba un curioso esnobismo: un hombre de cuna humilde y pocos estudios no podía haber escrito obras de tal grandeza.
Afortunadamente, con el transcurrir de los años, ningún crítico serio, menos dedicado a injuriar que a discernir, más preocupado por el brillo ajeno que por el propio, ha suscrito estas anécdotas ingeniosas. Pero de las muchas refutaciones con que han sido invalidadas, ninguna tan concluyente, aparte de los escasos pero incontrovertibles datos históricos, como el testimonio de la obra misma; porque a través de su estilo y de su talento inconfundibles podemos descubrir al hombre.
Los orígenes
En el sexto año del reinado de Isabel I de Inglaterra, el 26 de abril de 1564, fue bautizado William Shakespeare en Stratford-upon-Avon, un pueblecito del condado de Warwick que no sobrepasaba los dos mil habitantes, orgullosos todos ellos de su iglesia, su escuela y su puente sobre el río. Uno de éstos era John Shakespeare, comerciante en lana, carnicero y arrendatario que llegó a ser concejal, tesorero y alcalde. De su unión con Mary Arden, señorita de distinguida familia, nacieron cinco hijos, el tercero de los cuales recibió el nombre de William. No se tiene constancia del día de su nacimiento, pero tradicionalmente su cumpleaños se festeja el 23 de abril, tal vez para encontrar algún designio o fatalidad en la fecha, ya que la muerte le llegó, cincuenta y dos años más tarde, en ese mismo día.
Así, pues, no fue su cuna tan humilde como asegura la crítica adversa, ni sus estudios tan escasos como se supone. A pesar de que Ben Johnson, comediógrafo y amigo del dramaturgo, afirmase exageradamente que "sabía poco latín y menos griego", lo cierto es que Shakespeare aprendió la lengua de Virgilio en la escuela de Stratford, aunque fuera como alumno poco entusiasta, extremos ambos que sus obras confirman. La madre provenía de una vieja y acomodada familia católica, y es muy posible que el poeta, junto con sus dos hermanos y una hermana, fuese educado en la fe de su madre.

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